viernes, 8 de marzo de 2013

Sara

Recuerdo mis primeros inicios en el salón de belleza de mi madre. Cuando me saqué el graduado escolar, el mismo verano, empecé a ayudar en el negocio familiar.
Becky, mi madre, había sido una espectacular joven y bella del sur de Inglaterra. Había participado en varios concursos como modelo para principiantes en varias localidades cercanas a nuestra ciudad. Desde que era jovencita, le había encantado maquillarse, arreglarse el pelo y cuidar su apariencia física. Además tenía una habilidad innata en recomendar un color de lápiz de labios o una sombra de ojos a cualquier amiga. Se sacó el título para ejercer y montó su propio negocio de peluquería y estética. Tenía un don de gentes y una simpatía para tratar a todas las mujeres como si fueran especiales y les daba consejos para sacar el máximo partido a sí mismas.
Admiraba a mi madre por lo que había conseguido; era optimista por naturaleza y nunca se rendía, aunque tuviera problemas. Montar el negocio no había sido una tarea fácil para una madre soltera como ella, ya que estábamos las dos solas.
Mi padre nos había abandonado cuando tenía cinco años. Empezaba un trabajo y no duraba ni dos meses. Trabajó de camarero, de vigilante, de ayudante de mantenimiento, de conserje; sin embargo, no mantuvo ninguno de estos trabajos más de unos meses. Se sentía resentido porque mamá había triunfado en su negocio y en su proyecto. Quizás pensaba que era un fracasado y que nunca llegaría a igualar los logros de mi madre. Este sentimiento de inferioridad era un obstáculo en su relación porque ella hizo lo que pudo por salvar su matrimonio y para que él estuviera a gusto y cómodo, sin embargo no lo consiguió.
Vivíamos en Barry; mi madre aún reside allí. Es una localidad cercana a Cardiff, la capital de Gales. Siempre ha tenido un interés turístico por su playa, además también tiene un clima suave y temperado en invierno, buscado por innumerables familias para pasar un fin de semana alejados del frío y del mundanal ruido de la gran ciudad, consiguen relajarse y obtienen una tranquilidad apacible en un ambiente rural.
Mientras trabajaba en el salón de belleza, estudiaba el curso de formación profesional para sacarme el título. En la academia, practiqué como depilar, maquillar, hacer una limpieza de cutis, manicura, pedicura y masajes. Lo que me gustaba más era hacer masajes. Me encantaba tocar la piel, esculpirla con aceites y cremas, relajar los músculos, sentir como todo el cuerpo se iba distendiendo con los movimientos circulares de mis manos o con la presión de los dedos en los sitios más tensos.
El salón de belleza era sólo para mujeres, así que practicaba todos los pasos a seguir con ellas. Me decían que tenía manos de ángel, porque sabía cuándo presionar y en qué lugar tenía que aflojar el ritmo de la presión de las manos o de los dedos.
Un día que me tocaba estar en recepción para tomar nota de los mensajes y para acordar citas por teléfono, se presentó un chico de unos dieciocho años; tenía el pelo castaño claro con un mechón más rubio en la frente y unos ojos color avellana perspicaces, no se le escapaba nada a su mirada. Me preguntó si ofertábamos masajes a hombres; yo le dije que el salón era exclusivo para el sector femenino y que en principio no era unisex. En ese momento, pensé que sería una buena oportunidad para practicar con el cuerpo de un hombre, ya que me imaginé que los músculos, las curvas, la forma, la piel no eran lo mismo. Así que le di hora para el sábado siguiente por la tarde.
Llegó el fin de semana y estaba impaciente por hacer el masaje y aprender más del cuerpo humano. El chico se llamaba James y me recordaba a Justin Bieber; con ese aspecto inocente e ingenuo que aparentaba. Cuando llegó, le acompañé a la cabina y lo dejé solo para que se preparara.
Cuando entré, me encontré con una sorpresa, porque James yacía estirado en la camilla, con sólo una toalla encima y en mi cabeza pensando que no llevaba nada debajo. Era un poco embarazosa la situación, pero pensé que tenía que hacer lo que hiciese falta para practicar con el cuerpo de un hombre. Así que me limité a pensar que era sólo un trabajo, aunque James era muy atractivo, con el cuerpo bronceado y jugoso. Estaba para comérselo.
Me embadurné las manos de aceite y en el preciso instante que estaba a punto de empezar, se oyeron unos golpecitos en la puerta. Se abrió, apareció una figura alta, elegante, con una mirada de sorpresa. Era mi prometido; entró y con sus ojos me confirmó que hubiera tenido que practicar con su cuerpo y no con el de un desconocido.
Continuará…

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