lunes, 11 de febrero de 2013

Johanna

Estudié medicina porque quería ayudar a la gente. Era mi objetivo principal, pero se convirtió en algo que no tenía nada que ver.
Vivía en Berlín, una ciudad de contrastes; habiendo pasado por una guerra y una transición después de la caída del muro, estaba llena de recuerdos; era un reflejo de la sociedad alemana. Con sus avenidas amplias, sus monumentos reconstruidos, su historia en cada fachada de sus edificios centenarios. La zona este, RFA, tenía las reminiscencias de un pasado comunista y oprimido, mientras que la zona capitalista de la RDA no tenía nada en común con ella.
 Es una de las capitales más importantes de la Unión Europea y acumula riquezas culturales, artísticas de primer nivel. Es una ciudad que ejerce una gran influencia en el ámbito económico a nivel mundial.
La sanidad y la educación públicas son unas de las mejores bazas que posee Alemania. Trabajaba en un hospital muchas horas a la semana; haciendo guardias, urgencias, durmiendo pocas horas. Al principio me gustaba este ritmo de trabajo, con estrés, nervios, era un reto para mí, daba lo máximo de mi misma, aprendía, tomaba experiencia, me parecía que era lo que necesitaba.
 Además conocí a Hans, un atractivo médico que me hacía suspirar siempre que me miraba. Trabajábamos juntos y formábamos un equipo invencible en el quirófano. Él quería ascender y llegar a ser el jefe de cardiología. Tenía ambición, me gustaba que fuese tan seguro de sí mismo, tan puntual, tan responsable, tan organizado…. Pensaba que era como él, pero después de tanto tiempo trabajando del mismo modo, en un sistema que no te dejaba ni respirar, me encontraba como asfixiada de tanta burocracia y la persona idealista que había sido antaño, cuando era más joven, ya no sabía ni donde se había ido.
Un día, mi mundo cambió. 
Mi mejor amiga no era alemana, sino que había venido de los Emiratos Árabes, para estudiar “Ciencias medioambientales” en Berlín. Alemania es uno de los países más concienciados con las políticas ecológicas y el reciclaje a gran escala.
Un día vino a verme al hospital y me dijo que su padre estaba muy enfermo. Me pidió ayuda, no sabía a quién más acudir, yo era su última esperanza. Naturalmente ni me lo pensé, claro que me iría al desierto para ayudar en lo que pudiese, así que se lo comuniqué a Hans. Se enfadó, nunca lo había visto perder los papeles, ni conmigo ni con nadie, siempre tan controlado e invulnerable, a veces pensaba que era insensible. No entendía porque tenía que hacerlo, a causa de su actitud, tuvimos una grave pelea en el trabajo, él decía que dejaba escapar una gran oportunidad en mi vida profesional. La verdad, no lo conocí hasta ese momento que me demostró que para él era más importante el trabajo que ser un buen amigo.
Así que cogimos un avión y nos fuimos  a Abu Dabi, allí nos encontramos con su hermano que llevaba un traje a medida, le quedaba como un guante, era elegante, refinado y con muy buen gusto. No parecía un “jeque”, que era lo que me había contado Mina; así que recorrimos el desierto con su magnífico coche a tracción en las cuatro ruedas y en seguida nos encontramos en el campamento de su familia. Allí, tanto Mina como Rashid se cambiaron de vestimenta beduina, para no desentonar me puse un pañuelo en el pelo. Visité a su padre, pero era demasiado tarde para salvarle. La tribu tenía un “hakim” que hacía de médico y curandero. No creía en mi magia como doctora, en seguida  tuve que poner mucho esfuerzo en adaptarme a las costumbres y no ser mal educada porque son muy susceptibles a los cambios. Viven como sus antepasados en el desierto, en tiendas y alejados de cualquier comodidad de los países occidentales.
Ayudé a una madre a traer su hijo al mundo. Fue una experiencia única, hacía tiempo que no ejercía la medicina de esa manera y me sentí otra vez útil, relajada. El padre me regaló un alazán magnífico y este gesto para mí fue más importante que todo el dinero que ganaba en mi país. A veces, no me daba cuenta, pero Rashid me miraba desde la distancia; montado en su caballo parecía un príncipe sacado de alguna novela de las mil y una noches. Había estudiado en Harvard y tenía una formación envidiable. Su familia tenía muchas empresas y extensiones de terreno, es decir eran riquísimos, lo admirable era que preservaban sus costumbres a costa de la modernidad.
Un día Rashid me invitó a la ciudad a cenar. Me compró un vestido exquisito que en principio no quise aceptarlo, pero allí es como un insulto. Así que me lo puse, no me parecía a mí misma, creía que estaba soñando. Me fascinaba; sus modales, su exquisito trato, su inteligencia. Más tarde me explicó que había concertado el matrimonio de Mina, con otro jeque de otra tribu. Este hombre tenía como mínimo setenta años y Rashid dijo que eran negocios y una tregua de paz entre ellos. No entendía cómo podía hacerle eso a Mina, se lo razoné, sin embargo, no quiso escucharme. Nos marchamos de la ciudad en silencio, sintiéndome a años luz de él.
Cómo podía ser que hubiese estudiado en los mejores centros educativos, pero ni sus ideas ni sus raíces habían cambiado. Él era el jefe de su tribu, el hermano mayor y tenía que hacer lo que estuviese en su mano por el bien de los suyos. Quería cambiar esa cultura, esas tradiciones, lo quería cambiar todo, sabía que no podía porque no me habrían dejado.  La paz que había conseguido se había evaporado rápidamente y tenía que hacer algo por Mina. Pero no pude hacer nada, así que le deseé lo mejor del mundo y me marché.
Ahora vivo con Hans en un apartamento en Berlín. Aún trabajamos juntos, pero no tantas horas ni con tanta dedicación. Cuando llegué a Alemania, él ya me estaba esperando en el aeropuerto, con una sonrisa en sus labios y con un ramo de flores a modo de bienvenida. En ese momento, me di cuenta que lo que había vivido en el desierto era como esos sueños que nunca se hacen realidad. Mi vida estaba allí, en Alemania, con Hans y en el hospital que encontraba aburrido. A veces la vida te da lecciones para que cambies únicamente lo que necesites y valores lo que tienes y lo que podrías perder.

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